-I- En
aquellas noches del verano, bajo
un cielo cuajado de luceros, salían
a pasear por la avenida que
terminaba en la Cruz de los Caídos, allá
junto a las eras. Iban
todas cogidas de los brazos y sus ojos, cual
faros basculantes en la noche, no
dejaban debuscar ese rostro soñado,
deseado, de
su último amor entre las sombras. Ella
traía de casa la sonrisa y
el brillo en su mirada se encendía cuando
al fin se encontraba con su él que,
absorto la miraba con ojos muy abiertos, sin
tregua en la mirada, como
cuando la luna se extasía mirando
a un mar sereno y apacible. Y
al verlo, sus mejillas se ponían como
las amapolas en verano que,
con cada vaivén del viento cálido, lucían entre el trigo cual
palpitantes brasas del hogar. Y
era esa luz serena y palpitante de
su rostro en la noche del domingo la
que cubría de gloria su existencia de
joven soñador enamorado. La
que hacía de su vida una balsa serena de
cristalinas aguas donde
el cielo bajaba cada tarde a contarse las nubes por
si alguna faltaba. Que
a la noche, a la mágica hora de la lluvia de sueños, todas
y cada una serían necesarias. Cuando
llegó el invierno, él
tuvo que marcharse tras la vida. Se
dejaron de ver y solo se llevó como recuerdo el
brillo rutilante de sus ojos, dos
faros inocentes que creía ver brillar en
las horribles noches en
que su mar de fondo se agitaba bajo
el fiero fragor de la tormenta.