Caminaba sin rumbo por entre cenagales de aguas verdinegras con nenúfares
muertos, hastiado ya y ahíto del tedioso
domingo, cuando me di de frente con unos ojos
claros de un mirar tan sereno como el mar en
la aurora. Y fueron dos fanales para mi negra
sombra herida ya de muerte de tanto
restregarme la llaga lacerante que me dejó una
tarde de un septiembre sin pájaros bajo las
nubes grises una niña sin alma que siempre sonreía. Fue un encuentro casual en una estrecha
calle de una ciudad antigua nacida en el
Medievo y empedrada de sueños de frustrados
amantes que, como yo, sufrieron el dolor del
rechazo de una esquiva doncella tras la ojival
ventana. Pero estos ojos garzos de plácida
mirada consiguieron dar vida al menos un
instante al cadáver sin sangre que habitaba mi
cuerpo desde la tarde aciaga en que partió
sin rumbo con su eterna sonrisa, mi gaviota sin
alma.