Ese
lucero inquieto y encendido no
para de mirarme fijamente con su
único ojo de cristal. Allá
está suspendido sobre el viejo, sucio
y destartalado campanario de la
muy sacrosanta catedral. No
para de mirarme mientras baila la
danza más absurda y persistente que
haya visto jamás. Es
como un ojo abierto en la espesura de un
cielo negro de absorber toxinas desde
hace un siglo ya. Es el
ojo del dios atormentado que
adoraban los celtas en las noches de
estío con plenilunio. Ha
vuelto para atar nuestras locuras a los
troncos sagrados de los robles, símbolos
de pureza y de razón. Pero,
¡es tan tarde ya para temores ante
fuerzas divinas y ancestrales! ¡Hemos crecido tanto en impiedad! ¡Hemos
asesinado tantas veces al
dios particular de cada uno con nuestra
incontenible vanidad! Y sé
que volveremos a matarlo las
veces que haga falta con
tal de apoderarnos de su altar.
Y es
que aunque nos creamos semidioses, sólo
somos humanos, pobres sabios, engreídos
y enfermos de maldad. Seres
libres decimos sin sonrojo mientras
nos amarramos a lo absurdo traicionando
la propia voluntad. Y al
fin nos erigimos entre vítores en
nuestros propios dioses por
toda una fugaz eternidad. Mientras,
ella, nuestra madre La Tierra, sonríe
resignada ante tanta soberbia esperando
paciente nuestra vuelta a la simple
y feliz normalidad. No acertamos a ver y a comprender, que si
hay alguien que ha vencido a la muerte, es
ella, la eterna y bella Gaia, la
madre Tierra que un día nos matará.