Extendida
sobre el valle,
arropando
al riachuelo,
una niebla
densa y blanca
se abraza a
los chopos viejos.
Por
poniente, el horizonte
se tiñe de
nubes rojas:
el sol
juega al escondite
con las
luces y las sombras.
Y el
paisaje viene a ser
una dulce
alegoría:
todo el
campo se sonroja
mientras va
muriendo el día.
Hacia el
pueblo, por la sierra,
se oyen
balidos lejanos
y el
don-don de los cencerros
inunda de
paz el llano.
Anochece
ya. El pastor,
con la
mirada perdida,
va cantando
madrigales
que
arrullan a las encinas.
Y en el
cielo, allá en lo alto,
encima del
campanario,
tiembla de miedo
y de frío
un lucero
solitario.