Cuando llega el otoño
y la taimada tristeza
acude a mí y me envuelve
con su negro manto de bruja siniestra,
me pongo a escuchar a Mónica
para fundirme en un abrazo consentido
con la dulce sensación
de su frágil melancolía
mientras me flagelo el corazón hasta que sangra
con el látigo azul de tu recuerdo.
Luego,
ya roto y humillado,
insensible a cualquier dolor,
lo pongo a la venta a precio de saldo,
ofreciéndoselo al mejor postor.
Pero nadie se arriesga
a comprar un corazón gastado ya,
sin luz y envejecido,
que solo late a plazos
en cómodas entregas
de recuerdos añejos y oxidados.
Los mismos que me llevan cada noche
hasta el desierto "boulevard"
de la rancia nostalgia,
donde el tiempo se detiene
y los sueños se agitan
hasta nublar mis ojos.
Cuando Mónica suena,
me reservo una entrada de las primeras filas
para el concierto más nostálgico y lacrimoso
de la temporada otoño-invierno.
Pero, eso sí,
en llegando el buen tiempo,
la encierro bajo llave en un armario
hasta la llegada del próximo otoño.
Y es que el loco verano
no es tiempo de nostalgias...