Eran aquellas unas primaveras de lluvias
generosas que inundaban los valles arrastrando monte abajo las
cicatrices que se dejó en la tierra la aridez del invierno. Apenas caían las
primeras gotas, se formaban hilillos de agua negra que arrastraban la mugre acumulada durante meses en la tierra baldía. Enseguida esos hilillos se
juntaban con otros para crecer y descender laderas en forma de regatos alocados
que, cual adolescentes impulsivos, arrastraban hacia el valle piedras, ramas y
matojos ya resecos con los que erosionaban el suelo hasta conseguir encajonar
el torrente en un cauce a la medida.
Cuando los regatos llegaban al valle, se
unían al padre arroyo que bajaba del norte brincando entre peñascos o deslizándose
por suaves desniveles alfombrados de pequeños y blanquísimos cantos rodados. Bajaba
aportando al espectáculo de la primavera su propia banda sonora, una cantarina
y monótona melodía de dulce sonsonete con arreglos de espuma.
En sus riberas, el trébol extendía retales
verdes junto a los serios juncos que, en espigados ramilletes, balanceaban sus
escuálidos tallos al compás de la música del agua, hasta conseguir mirarse,
presumidos y coquetos, en el espejo del río. Delicadas matas de poleo, de
presta, de hierbabuena, bañaban sus raíces en la tierra húmeda de las orillas
mientras saturaban el aire con aromas mentolados. Y, en mitad del arroyo, allá
donde la corriente se hacía balsa serena, algún nenúfar de flores amarillas
jugaba a reposar su bella levedad.
Aquellas mañanas de las primaveras de mi infancia junto al arroyo dejaron en
mí un recuerdo tan intenso, con un sabor tan dulce a naturaleza en estado puro
que, en más de una ocasión, me ha servido para atemperar el ardor de las heridas
que me han ido dejando en el alma, a lo largo de los años, las diarias y resecas
batallas por la vida.
(Imágenes tomadas de internet)