sábado, 24 de diciembre de 2022

Aquellas Navidades mágicas, ya lejanas.

 




Y una mañana con niebla, mientras me desayunaba la leche con pan migado, así, de repente, se presentaba diciembre en la cocina. Y de la chimenea, entre los leños rojos, comenzaba a elevarse una guirnalda incandescente y viva que me decía que la Navidad estaba ya muy cerca.

Con las primeras heladas, mi madre me ponía los calcetines de lana, aquellos que la abuela me  hizo a golpe de agujas, punto a punto, cuando la comunión. Y mi tío, el vaquero, nos traía cada año una cántara de leche para los desayunos de la familia que nos duraba desde la Inmaculada a Nochevieja.

El día 22, desde temprano, comenzaba el sonsonete de los Niños de San Ildefonso en todas las radios del pueblo. Ibas por las calles y sus voces blancas cantando números y premios no te abandonaban nunca pues ese día, nunca supe por qué, había que subir el volumen de la radio para que todo el pueblo se enterara de que era el día de la Lotería, no fuera a ser que cayera el Gordo en el pueblo y no se enterase nadie.

En Nochebuena siempre había luna llena. Real o imaginaria, yo siempre la veía llena, asociada eternamente a ese día. Su carita iluminada no solo de luz, también de gozo y alegría, me impregnaba del llamado ya por entonces, espíritu navideño. En Nochebuena, antes de la cena, hacíamos arropía en una sartén con costras de tantos guisos, pero que nos sabía a gloria. Más tarde, con la botella de anís casi a media, se arrancaba mi hermano por fandangos y mis primas Julieta y Angelines se marcaban un baile peregrino en medio del salón. Al final, todos a coro, terminábamos cantando villancicos, algo casi obligatorio en esa noche: “Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María que me voy a emborrachar…” Y todo era tan natural, tan de esa noche, que a nadie le extrañaba nada de lo que allí sucedía.

El día de Navidad siempre nevaba. Los setos de los parques se convertían en duendes de blancos gorros y estrechas cinturas. Los árboles de la plaza eran gigantes de barba blanca con chorretes de niebla y carámbano. Los bancos parecían colchones de algodón con el alma  más fría que el invierno. Y yo me emocionaba con cada una de estas postales navideñas al natural.

El fin de año lo celebrábamos entre amigos. Nos juntábamos con nuestras primeras ilusiones a flor de piel y para ello procurábamos que en nuestras reuniones hubieran algunas niñas. Para ir aprendiendo a tratar con ellas, a mirarlas, a quererlas. Ellas llegaban tímidas, arreboladas y risueñas. Sus miradas se cruzaban con las nuestras y entonces, emocionados, nos poníamos a hacer o a decir tonterías, las más extrañas y exageradas, para  hacerlas reír. Eso era ya un triunfo.

El día de Reyes, remudados y limpios, salíamos de casa temprano a recorrer las casa de los distintos familiares por si los Magos de Oriente nos hubieran dejado algo. Un año, en casa de mi abuela, me dejaron un lápiz de mina negra pero de madera amarilla. El lápiz venía dentro de un plumier de madera con dos pisos. El lápiz se sentía más ancho que Pancho dentro del plumier que olía aún a carpintería, a madera fresca. Y yo me sentí un Rey al poseer semejante regalo ya que nunca, pero que nunca jamás he vuelto a sentir lo que sentí ese día al ver el plumier y el lápiz. Para mí, aficionado ya a escribir algunos versos, no pudo haber mejor regalo.

Tras el día de Reyes, solo teníamos un día para disfrutar de los regalos. Al siguiente, a la escuela, a aprender, a tiritar de frío y a jugar con los colegas. En definitiva, a terminar de vivir la maravillosa infancia. Y a esperar a que llegara la próxima y mágica Navidad. Aún faltaban algunos años para comenzar a dejar de verla así.

Navidad-2022

¡¡FELIZ NAVIDAD Y QUE EL NUEVO AÑO 2023 OS TRAIGA A TODOS DICHA Y FELICIDAD A RAUDALES!! ¡¡Y, POR SUPUESTO, MUCHA INSPIRACIÓN!!