Amanece.
El alba se sonroja.
Inhalo el nuevo día que me llega
con un intenso aroma de magnolias.
La aurora desparrama sobre el
parque desierto
toda su magia
y un manto de esperanza
que se dejó olvidado la noche,
para mí.
En el aire, dádivas de pureza
para mi alma, cansada de morir.
Mediodía.
El sol, desde lo alto, nos vigila.
Se incendian las ideas.
Y me da por pensar cosas
extrañas...
¿es el amor más dulce que el
olvido?
¿serán los sueños susurros de las
almas
rechazadas un día por el amor?
Mediodía, silencio.
Mediodía, calor, deseo, siesta,
piel húmeda, pereza
incluso de existir, de ser
persona...
Incluso de rendir tributo a la
pasión.
A la tarde, las petunias dormitan
y descansan
de su orgía con el sol.
Y una brisa, oculta todo el día,
asusta, de repente, a dos zorzales
que buscaban semillas entre el
césped.
El alma se serena.
Las palabras comienzan a surgir
para un triste poema de besos y
nostalgias.
Para un pobre poema
que se irá con el viento, como
siempre,
en busca de tus ojos.
La noche me fascina,
desde niño.
¡Es tan bella la palabra
crepúsculo!
¡Se ve tan insondable, tan secreta!
La noche se me antoja
una dulce utopía de la vida,
un fecundo vacío,
la lágrima postrera del dios Zeus
tras crear el Olimpo.
Es por eso, tal vez, que en la
noche me pierdo
con frecuencia,
entre dulces delirios de grandeza
o entre lánguidas
notas seductoras
de cantos de sirena.
julio 2011 (reedición)
julio 2011 (reedición)