-IV-
Tiene
apenas dos años y montado en su moto de plástico baja la rampa con un
desparpajo y una velocidad que asusta. Me asombra la pasividad del padre que
sólo mira mientras sonríe satisfecho.
Entonces pienso en mi hijo cuando
tenía su edad. Cuando en cada una de sus iniciativas yo le decía: ¡cuidado!
¡peligro! ¡no, que hay mucha pendiente! ¡que te puedes caer! ¡que te puedes
matar!...
Ahora, a sus treinta años, me lo echa
en cara:
-Papá, me cortaste las alas, por eso eché a volar tarde.
-Cuando tengas un hijo me comprenderás –le contesto.
-Y él: ¡No, nunca actuaré con mi hijo
como tú conmigo! La vida está
para vivirla sin miedos. Un accidente puede ocurrirle al más prudente y
en cualquier momento.
Y no sé que decir.
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Cuando
yo era niño, mi madre nos decía a todo que no, a mi hermano y a mí. Todo
eran peligros para ella, todo era una posible tragedia. ¿Tendrá esto algo que
ver con la forma en que eduqué a mi hijo? Creo que sí, que tiene todo que ver.
-¿A pesar de la enorme distancia que
me separa, culturalmente hablando, de mi madre? ¿Es que no aprendemos a separar
el grano de la paja después de la niñez?
Y llego a la conclusión de que, aunque
te conviertas en un hombre sabio, el poder de los genes y, sobre todo, de las
primeras vivencias en la infancia, es tan poderoso, que nunca podrás liberarte
de su influencia. Genes y primeras vivencias están ahí, agazapados, esperando
la ocasión de salir a flote y actuar sobre tu conducta irremediablemente.
Con mi hijo, fue así. Salieron del
sueño aparente en que se encontraban en cuanto vieron la ocasión más propicia