domingo, 7 de abril de 2024

Desde la terraza (IV)


 

                                                        -IV-

 Tiene apenas dos años y montado en su moto de plástico baja la rampa con un desparpajo y una velocidad que asusta. Me asombra la pasividad del padre que sólo mira mientras sonríe satisfecho.

Entonces pienso en mi hijo cuando tenía su edad. Cuando en cada una de sus iniciativas yo le decía: ¡cuidado! ¡peligro! ¡no, que hay mucha pendiente! ¡que te puedes caer! ¡que te puedes matar!...

Ahora, a sus treinta años, me lo echa en cara:

-Papá, me cortaste las alas, por eso eché a volar tarde.

-Cuando tengas un hijo me comprenderás –le contesto.

-Y él: ¡No, nunca actuaré con mi hijo como tú conmigo! La vida está   

  para vivirla sin miedos. Un accidente puede ocurrirle al más prudente y 

en cualquier momento.

 Y no sé que decir.

 

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 Cuando  yo era niño, mi madre nos decía a todo que no, a mi hermano y a mí. Todo eran peligros para ella, todo era una posible tragedia. ¿Tendrá esto algo que ver con la forma en que eduqué a mi hijo? Creo que sí, que tiene todo que ver.

-¿A pesar de la enorme distancia que me separa, culturalmente hablando, de mi madre? ¿Es que no aprendemos a separar el grano de la paja después de la niñez?

Y llego a la conclusión de que, aunque te conviertas en un hombre sabio, el poder de los genes y, sobre todo, de las primeras vivencias en la infancia, es tan poderoso, que nunca podrás liberarte de su influencia. Genes y primeras vivencias están ahí, agazapados, esperando la ocasión de salir a flote y actuar sobre tu conducta irremediablemente.

Con mi hijo, fue así. Salieron del sueño aparente en que se encontraban en cuanto vieron la ocasión más propicia