Y en un rincón oculto de la tarde
estival
–latigazo psicótico entre tanta
cordura-
el contumaz recuerdo desempolvó sus
alas
y echó a volar sin norte cegado de
lujurias
hasta el balcón abierto de tu esbelta
cintura
–tallo lozano y fresco, lejano ya en el
tiempo-
Aquellos ojos tuyos, dos antorchas prendidas
avivando sin tregua las orillas
marchitas
de mis torpes creencias, de mi risa
olvidada,
fueron resquebrajando sin piedad ni
mesura
las columnas de un templo que yo creía
seguro
pero que descansaba sobre arenas
volubles.
Mayo se derramaba por entre los
senderos
que llevaban al parque solitario y
dormido
y su luz, tan brillante como el fulgor
del gozo,
daba lustre a los viejos y ateridos
cipreses
y encendía de besos los vistosos
parterres
de lilas, de jacintos, de albahacas,
de lirios…
Entre las viejas ruinas de un lugar sin historia
de columnas esbeltas y ojivas
expectantes,
en los instantes previos a nuestra despedida,
se quedaron por siempre grabados en la
piedra
mis voraces suspiros y tus gritos de
agua
y aquel deseo antiguo que nos quemaba
el alma
Te alejaste tan digna, tan altiva y
serena
que, tras cruzar el puente sobre el
mísero arroyo,
me sorprendió el destello de una
lágrima esquiva
que irisada de malvas de un ocaso explosivo
se deslizaba lenta por tu roja mejilla
en un vagar errante sin razón ni
destino.