Se oculta la mañana
tras un sol amarillo, casi enfermo,
y no veo sonrisas por las calles,
ni un gesto de esperanza,
ni una mirada franca,
ni un guiño de amistad.
Febrero nunca fue tiempo de risas:
si dejamos de lado el carnaval,
nunca trajo consigo grandes citas...
¡es tan poquita cosa como mes!
Tal vez por eso,
por su falta de brillo y de estatura,
inspira tal ternura
que en su justa mitad vive el amor.
Es como un niño triste
que perdió sus juguetes
entre la confusión del oleaje
que azota sin piedad los bajos fondos
de esta goleta herida sin rumbo definido.
Y este lunes al sol de la desidia
no pinta nada bien.
¡Pobre país! Triste regreso el tuyo
de una fiesta sin lustre, desnortada,
donde tan solo fuimos
estatuas sin alma,
invitados de piedra a un festín sin burbujas
tras la necia consigna
de que había que salvar la Navidad!
Nos creímos que el resto de los días
serían de vino y rosas
y sólo las espinas nos quedaron
detrás de las ojeras agrietadas
tras la amarga resaca
de la fatalidad.
Volvieron las penurias de hace un año
y las cifras de muertos por decenas.
Ha regresado el miedo a los hogares
de este país de coplas contra el hambre,
de aplausos en los ruedos contra el fraude,
de misas y rosarios frente a la adversidad.
De firmes tradiciones ancestrales
grabadas como a fuego en nuestros genes
tras siglos de incesante oscuridad.
Febrero se desliza entre la niebla
añadiendo un pellizco de ternura
a la amarga tristeza
de un tiempo de pandemia y soledad.