Era la tarde
bálsamo propicio
para el alma
enclaustrada
en una piel ávida
de otras manos.
El aire de
septiembre se filtraba
por mis poros abiertos
a la vida.
A la imaginación
le crecían alas
para volar hasta
los altozanos,
vecinos
permanentes de lo azul.
Todo me olía a
nuevo calle abajo
y el destino
jugaba al escondite
detrás de cada
esquina
con mis tercos
anhelos, tan frágiles, tan niños;
con mis deseos
ocultos de mancillar la tarde
a fuerza de
ansiedad.
Todo era en mí un
gritar desgarrado y profundo
que oía sólo yo.
La plaza hervía de
vida y juventud.
Entre bromas y
voces, estallaban las risas
de las locas
muchachas que pasaban
sin apenas
mirarme, como siempre,
como era habitual
incluso con mis
veinte y pocos años.
Y las llamaba a
gritos,
desde el fondo
revuelto y magullado
por años de
doctrina y soledad
de mi alma sedienta.
Y, de repente,
ellas.
Venían con las
mejillas encarnadas
cual náyades
traviesas
volando entre
paisajes ideales
inventados por mi
imaginación calenturienta
de rapsoda
perverso.
Me traían la brisa
de los dulces veranos
allá entre los
olivos de nuestra adolescencia.
Me hablaron de los
tiempos en que el mundo
era un limpio
remanso
donde flotaba aún
cual nenúfar rosado
nuestra bella
amistad.
Eran amigas fieles
de juegos infantiles.
De tardes de paseo
en pandilla
junto al río
revuelto y juguetón
de los catorce
años.
Pero no venían
solas.
Por detrás de sus
labios abiertos al recuerdo,
descubrí una
sonrisa angelical.
Era de una belleza
tan franca y oportuna,
que me quedé
colgado del brillo de sus ojos
y ya no escuché
más.
Se llamaba
milagro, providencia, regalo…
¿su nombre? ¡Qué
más da!
Llevaba tanto tiempo
esperando esa mirada,
que nada me
importaba, sólo ella,
su grandiosa
presencia
revistiendo la
tarde de trigales dorados
del color de su
pelo,
de atardeceres
ámbar
del color de sus
ojos,
con túnicas de
seda
del color de su
piel.
Sin medida la amé
cuanto sabía de amores,
con mi forma de
amar de rapsoda sin mundo
y ella, sin perder
para nada la sonrisa,
se dejaba querer.
Lo nuestro duró un
año, un suspiro en el tiempo.
Una tarde de
estío, se marchó
en busca de otras
manos más cálidas, más vivas que las mías…
No supe retenerla.
Cuando llegó
septiembre, otro septiembre,
volví a bajar las
calles con el alma encogida.
La busqué sin
descanso por todos los rincones,
en todas las
miradas,
en cada atardecer
cárdeno y malva.
La llamé con mi
voz rota de frío
de mil noches en
vela,
con la luz de
esperanza de cada amanecer,
con cada luna
llena,
con cada lluvia
amiga, compañera de versos doloridos
buscando su
recuerdo…
pero todo fue
inútil.
Llegaron otros
días, incluso otros amores.
Pero jamás
conseguí desterrar
de mi triste
memoria
la dulzura
infantil de su eterna sonrisa
ni aquella tarde
mágica que me llevó en volandas
por mares
procelosos,
sin brújula, sin
norte,
sin rumbo definido
al pairo de sus
ojos.