viernes, 14 de abril de 2023

Dioses de barro

 




Ese lucero inquieto y encendido
no para de mirarme fijamente
con su único ojo de cristal.
 
Allá está suspendido sobre el viejo,
sucio y destartalado campanario
de la muy sacrosanta catedral.
 
No para de mirarme mientras baila
la danza más absurda y persistente
que haya visto jamás.
 
Es como un ojo abierto en la espesura
de un cielo negro de absorber toxinas
desde hace un siglo ya.
 
Es el ojo del dios atormentado
que adoraban los celtas en las noches
de estío con plenilunio.
 
Ha vuelto para atar nuestras locuras
a los troncos sagrados de los robles,
símbolos de pureza y de razón.
 
Pero, ¡es tan tarde ya para temores
ante fuerzas divinas y ancestrales!
 ¡Hemos crecido tanto en impiedad!
 
¡Hemos asesinado tantas veces
al dios particular de cada uno
con nuestra incontenible vanidad!
 
Y sé que volveremos a matarlo
las veces que haga falta
con tal de apoderarnos de su altar.


Y es que aunque nos creamos semidioses,
sólo somos humanos, pobres sabios,
engreídos y enfermos de maldad.
 
Seres libres decimos sin sonrojo
mientras nos amarramos a lo absurdo
traicionando  la propia voluntad.
 
Y al fin nos erigimos entre vítores
en nuestros propios dioses
por toda una fugaz eternidad.
 
Mientras, ella, nuestra madre La Tierra,
sonríe resignada ante tanta soberbia
esperando paciente nuestra vuelta
a la simple y feliz normalidad.
 
 No acertamos a ver y a comprender,
que si hay alguien que ha vencido a la muerte,
es ella, la eterna y bella Gaia,
la madre Tierra que un día nos matará.

                                      (De "Gaia")