lunes, 10 de marzo de 2025

El último verano

 


Por entonces, las tardes eran silenciosas gaviotas suspendidas en vuelo sobre los arrecifes. Amarraban sus horas a nuestras emociones y nos dejaban libres del tormento del tiempo.

Subíamos cada tarde hasta el faro que corona el Monte de Poniente y allí, sentados al abrigo de su cilíndrico cuerpo de piedra y cal, muy juntos nuestros cuerpos, contemplábamos extasiados los últimos atardeceres de aquel verano. Sin mencionarlo una sola vez, éramos conscientes de que el final se acercaba inexorablemente. Cada día era más corto que el anterior, más fugaz y decadente a pesar de nuestras muestras de cariño.

Y el final, como estaba previsto, llegó. Septiembre nos separó definitivamente. Él marchó con su familia a su ciudad del sur de Francia y yo me quedé muda e inmóvil en mi pequeño pueblo costero.

En los días sucesivos a su marcha, seguí subiendo hasta el faro pero ya nada era igual. Mi caminar era el de una autómata cansada y los atardeceres ya no tenían el brillo y la prestancia de aquellos otros atardeceres de agosto. Sólo eran vulgares caídas de telón de final de una obra insulsa y sin gracia. Hasta las gaviotas se tornaron ruidosas y agresivas.

Solamente el faro mantenía su elegancia, impertérrito y enhiesto frente al horizonte. En cada atardecer, cuando encendía su ojo de cristal, lo movía lentamente hasta encontrar mi rostro para besar suavemente mis húmedas mejillas desoladas.

Una de las tardes de finales de septiembre, al llegar al faro, me pareció que algo había cambiado. No supe, en principio, saber qué. Pero tuve la extraña sensación de que todo era distinto a los días anteriores. El brillo del mar era más intenso. Las voces de los turistas, más cantarinas y agradables a mis oídos. Los gritos de las gaviotas, más soportables. Y las caricias de la luz del faro, más acogedoras. Un velero cruzaba la bahía lentamente y en mi se despertó el deseo infinito de formar parte de su tripulación, de ser uno de sus pasajeros. De sobrevolar el azul y llegar hasta su cubierta. De conocer a sus tripulantes y hasta de charlar con ellos de las cosas de la vida. En definitiva, de hacer nuevas amistades.

Esa tarde, al bajar hacia el pueblo, comencé a sonreír a todos los que se cruzaban conmigo. Esa tarde entendí el significado de aquella frase mítica que leí una vez siendo adolescente: “Si lloras porque no puedes ver el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas”. Esa tarde entendí que la vida sigue y que los momentos felices no pueden ser eternos. Que son solo eso, momentos que hay que ir guardando en el saco de la memoria para cuando la soledad aprieta y nos ahoga.

Esa tarde supe que el amor volvía a rondarme, que estaba a punto de encontrarlo de nuevo y sonreí. Esa tarde me hice mujer definitivamente.

 

 

jueves, 27 de febrero de 2025

Quisiera

 

                          LXIV

Quisiera ser el viento que acaricia

tu cuerpo a la caída de la tarde,

quisiera ser el fuego que en ti arde

y sonroja tu piel, suave delicia.


Ser agua en manantial, fuente propicia

que riegue tu tristeza, que resguarde

tu hermosa juventud y que retarde

mil años tu vejez, negra injusticia.


Quisiera ser el río que se lleve

tus lágrimas amargas hasta el mar

y ahogarlas para siempre en lo profundo.


El vórtice perfecto que te eleve

hasta un cielo infinito donde amar

fuese la religión de nuestro mundo.

 

domingo, 16 de febrero de 2025

La chica del metro

 



                                                               -I-

El local era una especie de olla exprés hirviendo a fuego lento entre la neblina nociva y azulada de diez mil cigarrillos por lo menos. No cabía nadie  más en él. Las mesas, la barra, los espacios adyacentes, todo estaba repleto de clientes que hablaban a gritos y reían a carcajadas, que gesticulaban y bebían como posesos apurando sus consumiciones para enseguida solicitar otra y otra más…La alegría era desbordante y yo me preguntaba por el motivo de tanto alborozo mientras intentaba agenciarme a empujones y codazos un sitio en el extremo de la barra. Y sólo se me ocurría un motivo para toda esa alegría, que estábamos a veinticuatro de diciembre y era Navidad, esa época del año en la que la gente se transforma por obligación en seres felices sin tener para ello otro motivo más convincente que el de las fechas del calendario. Afuera hacía un tiempo de perros. El viento y la llovizna invitaban a refugiarse en cualquier lugar bajo techo.

Al fin conseguí hacerme un hueco y pedir un rioja a mi amigo Charli, el camarero más veterano de La Iguana, que así se llamaba aquel bar de copas con solera en el mismo corazón de Madrid. 

Estaba a punto de pedir mi segundo tinto cuando la puerta del local se abrió por enésima vez. En esta ocasión lo hizo de golpe, casi con violencia, por lo que llamó mi  atención hasta el punto de darme la vuelta para ver quien había entrado. Eran dos individuos estirados, bien trajeados y con pinta de matones. De la calle se coló tras ellos una ráfaga de aire frío que borró de un plumazo el vaho acumulado en el espejo que adornaba la pared del fondo, tras la barra. Fue un instante, pero lo suficiente para ver reflejadas en él la caras de los clientes que seguían peleando por un sitio e incluso la de aquellos que ocupaban las mesas más cercanas. Entre estos, me llamó la atención una mujer de pelo negro y piel clara que ocupaba una de las mesas. La miré durante un rato con descaro a través del espejo hasta que este se empañó de nuevo. Entonces, me di la vuelta y seguí observándola aunque esta vez con algo más de disimulo. Era muy guapa la condenada y me costaba trabajo dejar de mirarla, lo reconozco. Estaba acompañada por un tipo espigado con gomina en el pelo y cara de pocos amigos. Ella no paraba de hablar mientras gesticulaba. Pero él se limitaba a escuchar sin inmutarse permaneciendo todo el rato con la mirada fija en un punto lejano.

En un momento dado, ella dejó de hablar y levantó la cabeza fijando sus ojos en mí. Fue un acto tan brusco que me sorprendió y hasta llegué a pensar que poseía, más desarrollado que otras, ese sexto sentido que tiene toda mujer por el que sabe que la están mirando sin que ella mire. Aguanté por un momento su mirada pero, al ver que ella no la desviaba, terminé por hacerlo yo.

Me di la vuelta hacia el espejo, pero este estaba más empañado que nunca. Poco a poco, comencé a darme la vuelta de nuevo para ver si aún me miraba y al hacerlo comprobé disgustado que la mesa estaba vacía, se habían largado. Me entró una especie de desazón porque la marcha había sido tan rápida que no me dio tiempo a comprobar algo que me inquietaba y es que estaba seguro de que la había visto antes en algún lugar y  no hacía mucho tiempo de ello.

No habían pasado ni cinco minutos cuando, viniendo desde la zona de los baños, vi al tipo que había estado con ella en la mesa. Cruzó el local abriéndose paso con ciertas prisas hasta  alcanzar la puerta de salida y luego salir sin molestarse en cerrarla. A la chica no la veía por ningún lado. Enseguida creí comprender lo que había ocurrido, simplemente se habían levantado para irse pero él decidió ir al baño mientras ella lo esperaba fuera. Pero eso me extrañó, sobre todo por el mal tiempo que hacía. Y entonces, sin apenas pensarlo, me lancé a la puerta para comprobar mi hipótesis, no podía soportar la duda. La abrí y asomé la cabeza. El tipo de la gomina caminaba calle abajo solo y de una forma que llamaba la atención, más que andar, se puede decir que corría…De la chica, ni rastro.

Me volvía para regresar a la barra cuando sentí un empujón que me sacó del local y casi me hizo dar con mi cuerpo en el suelo mojado:

-¡Apártese!

Era uno de los dos tipos estirados que habían entrado antes. Echó a correr calle abajo tras el de la gomina.

Regresé a la barra más intrigado que antes. ¿Qué había sido de ella? ¿Qué había ocurrido para que el tipo que la acompañaba hubiera salido de esa forma tan precipitada del bar? Solo encontré una explicación a todo eso y es que la pareja habría discutido y en el momento en que él fue al servicio, ella aprovechó para largarse. Luego el tipo, al  ver que no estaba, salió como un loco tras ella. Pero todo eso debió ocurrir en el lapsus de tiempo en que yo estaba vuelto hacia el espejo, que fue muy corto. No parecía que hubiera dado tiempo a tantas cosas. Por otra parte, está el tipo que salió empujándome, no sabía como encajarlo en el todo, a no ser que ambas acciones no tuvieran relación la una con la otra , algo que parecía improbable.

Terminado mi peregrino análisis detectivesco, me dispuse a seguir dando cuenta de mi segundo rioja. No había hecho más que levantar la copa, cuando sentí que alguien me ponía la mano en la espalda. Me volví sobresaltado y, no lo podía creer, allí, frente a mí, estaba ella. Espléndida, sonriendo de una forma enormemente seductora:

-¡Hola!, ¿me recuerdas?

Se me acercó peligrosamente. Tanto, que sentía la presión de su cuerpo contra el mío. Titubeando le contesté:

-Pues no del todo, aunque sé que  te he visto antes.

-Claro hombre, fue esta mañana, en el metro…¿recuerdas? Tu me ayudaste a librarme de un pelmazo…

Entonces caí en la cuenta. Era la misma chica que por la mañana, en un vagón de metro abarrotado, se había apretujado contra mí. Llevaba el mismo perfume  y no la reconocí antes porque apenas pude verle la cara.

-Ah! Ya recuerdo…  -pero seguía sin comprender por qué ahora volvía a repetir la acción aquí, en el bar.

Y entonces, sin darme tiempo a reaccionar ni añadir nada, se abrazó a mí acercando su boca a la mía pausadamente. Pero antes de que el milagro se produjera –para mí era poco menos que un milagro que una chica como ella se dispusiera a besarme- ocurrió de nuevo algo inesperado. Alguien la cogió por un brazo y tiró de ella hacia la salida. Era el otro  matón, el que se quedó dentro del local y que acompañaba al que salió corriendo tras el tipo de la gomina. Antes de salir, se volvió hacia mí con cara de desesperación. En sus ojos pude ver el miedo. Cuando quise reaccionar, ya habían salido del local. Salí yo también pero ya solo acerté a ver cómo la introducían en un coche negro y se la llevaban calle abajo. Después, solo el silencio de la calle acompañado por el tamborileo de la lluvia sobre los adoquines…

Entré de nuevo en el bar, ya más despejado,  y pedí otro rioja. Falta me hacía para ayudarme a digerir tantos acontecimientos. Esta vez, por más vueltas que le di al asunto, no encontré ninguna explicación lógica a lo sucedido…

 

                                                      -II-

Llegué a casa sobre las dos de la madrugada y bastante cargado. Me quité la ropa y me metí en la cama. Dormí de un tirón y un montón de horas seguidas, pues cuando desperté era ya media mañana. Me levanté, me duché y salí a dar un garbeo. El aire de diciembre me refrescó las ideas pero aún así seguía sin comprender lo ocurrido el día anterior. Paré en un kiosco para comprar tabaco y el periódico del día. Me senté en un banco soleado junto a un jardincillo sembrado de camelias. Cogí una con al intención de ponérmela en el bolsillo superior de la americana y, al hacerlo, noté que dentro del bolsillo había algo extraño. Metí los dedos y saqué una bolsita de terciopelo rojo con varios objetos dentro pequeños y duros. Me dispuse a abrirla para ver su contenido pero en ese mismo instante sentí en mi nuca el contacto de algo frío y oí cómo una voz de hombre igual de fría me decía:

-Ni se te ocurra abrirla, capullo. Dámela sin volver la cabeza.

Así lo hice y a continuación sentí que me daban un fuerte golpe en la parte de atrás de la cabeza que me hizo perder el conocimiento. Cuando abrí de nuevo los ojos, me encontraba en el mismo banco pero no había ni rastro del tipo que me golpeó ni, por supuesto, de la bolsita. Lo que sí tenía era un fuerte dolor de cabeza y un enorme chichón del tamaño de un huevo de gallina. El diario que compré permanecía extendido a mi lado, apenas me había dado tiempo de mirarlo. Fue entonces, mientras me tocaba con mucho cuidado el chichón, cuando reparé en su portada. En ella, con letras grandes, pude leer el siguiente titular: “Espectacular robo en la que se creía la joyería más segura de Madrid. Los ladrones se llevaron ocho diamantes grandes de gran pureza  y varios más pequeños valorados todos ellos en el mercado de joyas en varios millones de euros  ” Y un poco más abajo, en letra más pequeña: “Han sido detenidos algunos sospechosos a los que la policía seguía los pasos desde hacía tiempo pero, al no encontrarles en su poder los diamantes y tras ser interrogados exhaustivamente, han sido puestos en libertad a las 24 horas, tal como exige la ley. Sigue en marcha la investigación para dar con los ladrones”



Ha pasado un mes desde entonces. He pensado mucho en todo lo que me ocurrió y, aunque mi primer impulso fue acudir a la policía, luego desistí de hacerlo. Tuve miedo de meterme en un lío sin haberlo comido ni bebido y además,¿qué sabía yo?. Sólo que una chica morena de piel clara me había introducido  una bolsita con los diamantes en el bolsillo de mi americana. Pero eso lo deduje yo y no tenía la seguridad absoluta de que así hubiera sido. Hasta puede que ambas cosas no estuvieran relacionadas con lo cual haría el ridículo más espantoso al acudir a la policía. Además, yo no sabía nada sobre ella, apenas pude verle bien la cara en las dos ocasiones en que se me aproximó. Y aún sabía menos del tipo que me golpeó. Así que decidí olvidarme del asunto, aunque no lo consigo…Los bellos ojos de la mujer me siguen persiguiendo en las madrugadas de insomnio y su perfume inunda mi sueño cuando este se resiste a ser profundo.

Estaba tan resignado a que no volvería a verla que cuando me  encontré de nuevo con ella, el corazón me dio un vuelco tal que me sentí como un adolescente enamorado.                            

 

                                                   -III-

 Ocurrió cuatro o cinco días después de mi encuentro con el matón y de nuevo fue en el metro. Este iba, como casi siempre en hora punta, lleno de gente y yo, agotado y medio adormilado por el intenso día de trabajo, regresaba a casa. De repente, al despertar de una de esas cabezadas que todos damos en el metro cuando tenemos sueño, me pareció verla sentada frente a mí, entre las piernas de los viajeros que iban de pie. Enseguida pensé que sólo era una visión, que estaba obsesionándome otra vez con el tema. Pero al mirar de nuevo comprobé que no había duda, que era ella, la chica del bar…Me levanté y como pude me acerqué hasta donde estaba. Ella me miró largamente y, levantándose, se acercó a mí y, esta vez sí, esta vez me besó en los labios. Fue un beso intenso, como nunca me habían besado. A continuación separó sus labios de los míos y se quedó mirándome mientras el metro llegaba a una nueva estación. Con una voz grave y profunda me dijo: “Gracias”. Y se bajó tan rápidamente que solo tuve tiempo de ver su negra melena que se iba alejando entre la multitud. Cuando quise reaccionar, el tren ya se había puesto en marcha de nuevo.

Camino de casa no iba andando, sino flotando en una nube de algodón. Si lo de días pasados me había parecido algo excepcional, este último episodio ya me pareció tan irreal que a veces pensaba que lo había soñado todo. Pero no, todo fue verdad.

El día siguiente de mi encuentro con ella en el metro era el día de fin de año y en el trabajo me lo dieron festivo. Me levanté tarde, como era costumbre en mí en los días en que no hay que ir a trabajar. Me arreglé y salí de casa con la idea de disfrutar del día, que había amanecido soleado, aunque frío. Me acerqué como siempre al kiosco, compré la prensa y me senté en el mismo banco de mis amargos recuerdos, al lado del jardincillo de camelias. De nuevo, era ya una costumbre para mí, arranqué una flor para ponérmela en el bolsillo de la americana y de nuevo, como en un “deja vu” funesto sentí en mi bolsillo el roce de un objeto. Antes de meter los dedos y sacarlo, miré en todas direcciones, pero no había casi nadie en el parque. Al fin me decidí y de nuevo apareció entre mis dedos una bolsita de terciopelo, esta vez de color azul, que contenía un objeto pequeño y duro. La abrí con ansiedad y no daba crédito a lo que veía. Allí, delante de mis ojos había un pequeño cristal blanco que brillaba al sol de diciembre con un brillo intenso, casi deslumbrante. Lo guardé inmediatamente y, asustado, me fui corriendo a casa. Allí lo pude ver en todo su esplendor. No había duda, era un diamante. Y esta vez, ahora estaba seguro, me pertenecía a mí y sólo a mí, era un regalo de mi bella dama. Dos pequeñas lágrimas, tan transparentes como el diamante, resbalaron por cada una de mis mejillas…Esa noche no pude pegar ojo.

A la mañana siguiente, me puse en contacto con un amigo experto en compra-venta de joyas y me consiguió por el pequeño diamante un buen pellizco con el que me compré un lujoso apartamento en una zona de Madrid bastante más tranquila que el centro.

En cuanto a ella, me pasé meses buscándola, pero todo fue inútil. Aparte de lo grande que es Madrid, comprendí que fue siempre ella la que me encontró a mí y nunca al revés. Así que terminé por resignarme, esta vez ya para siempre.

 



Y de toda esta historia, me queda, muy por encima de lo material, el dulce recuerdo de una mujer con la que me encontré solo en tres ocasiones pero que fueron suficientes para enamorarme de ella como un colegial. Y así sigo, enamorado de un fantasma, de una bella ladrona de joyas que día a día se va diluyendo en mi memoria como si fuera una sombra pero también, cada día que pasa, se va alojando con más fuerza en mi solitario corazón de incorregible romántico.

                                                                                               Diciembre-2024                                           

 

                                                                                               

domingo, 26 de enero de 2025

El último sueño

 

Marchito el aroma del último sueño

sin que abrir pudiera los pétalos blancos

de una persistente y antigua ilusión,

nada queda ya por vivir o soñar

si no es acudir cada fría tarde

a contemplar ebrio el gélido abrazo

de este sol sin brillo, mohíno y cansado

con el horizonte que un día tanto amé.

 

Siluetas de chopos bailando cadencias

con un viento helado llegado del Norte

en las frías tardes de este insulso enero,

es toda la vida que hay dentro de mí.

 

Y en las noches lilas cuajadas de estrellas,

de luces lejanas, de esperanzas muertas,

buscaré el sendero que lleva hasta el huerto

donde los olivos esperan pacientes

a que se repita la noche más larga

frente a un cáliz pleno de lunas amargas,

las mismas que luego partirán calladas 

a esconder sus brillos tras de las montañas

donde tú suspiras pero no es por mí.

 

Llegarán voraces los crudos recuerdos

a morderme el alma con sus desvaríos

y traerán con ellos cual dardos punzantes

destellos de risas, de voces, de besos

revolviendo el aire de aquellas mañanas

en que el sol llenaba de gozo la tierra

como en una danza infinita y eterna

sin planes ni fecha de caducidad.  

 

Sólo el brillo infame de sus ojos negros

movía los hilos de un tiempo sin horas

que lento fluía entre ella y mi sueño

como un río de niebla mojando las hojas

de ese bosque antiguo que creció en mi alma

tras años de espera y con la fe del monje

que sabe que el cielo le aguarda paciente

tras toda una vida de ayuno y renuncia

de espaldas al mundo y a la realidad.

 

Marchito el aroma del último sueño,

sólo queda ya el regusto amargo

de un tiempo remoto, sin rostro, sin horas…

de un tiempo en que todo parecía posible

 y que sin embargo en nada quedó.

 

jueves, 9 de enero de 2025

UN POCO DE HISTORIA

 DE AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS: GIBRALTAR



El último rey español de la Casa de Austria, Carlos II "El Hechizado", era hijo de Felipe IV y de Mariana de Austria. Nació el 6 de noviembre de 1661 y, al igual que ocurriera con tres de sus anteriores hermanos, no se esperaba de él que viviera muchos años ya que se le veía enfermo, raquítico y con claros signos de debilidad mental. Sin   embargo, y contra todos los pronósticos, sobrevivió.


Cuando estaba a punto de cumplir cuatro años, murió el rey, su padre, y Carlos heredaba un reino en ruinas en manos de cortesanos sin escrúpulos que lo manejaron a lo largo de toda su vida. Carlos II nunca gobernó por sí mismo y asistió, sin poder evitarlo, a la desintegración del tejido económico del país, a la incapacidad gestora de sus favoritos y a la depredación territorial de las últimas posesiones españolas en Europa por parte de los estados europeos, sobre todo de Francia.


Se casó en dos ocasiones, pero fue incapaz de engendrar un solo hijo por lo que comenzó a preocuparse más por la sucesión que por los problemas de la corona, lo que originó un enorme vacío de poder.


                                                       Carlos II, el Hechizado


Años antes de morir, Carlos entendió que las grandes potencias europeas esperaban su fin para repartirse una corona a la que no había podido dar un heredero. Y así fue ya que Francia y Austria, las dos grandes potencias del momento, firmaron un tratado de repartición de España.

Ante el temor de ver a España dividida e influido por su último consejero, el cardenal Portocarrero, decidió testar a favor de Felipe de Anjou, su sobrino carnal y nieto del rey francés Luis XIV, ignorando al otro candidato también con derechos por familia al trono español, el archiduque Carlos de Austria.


                                                     Felipe V, el primer Borbón


Felipe fue proclamado rey en el otoño de 1700, nada más morir Carlos II. En principio, todas las naciones europeas aceptaron el nombramiento, excepto Austria que propuso la candidatura legítima del Archiduque Carlos, biznieto del rey español Felipe III (abuelo de Carlos II). Además, Austria se quejó de que Francia no había cumplido el tratado de repartición de España, pactado años antes.


Con Austria se aliaron Inglaterra, Holanda, Portugal y Alemania declarando todos ellos la guerra a Francia y, por consiguiente, a España. Comenzaba así la Guerra de Sucesión Española que iba a durar 13 años (1701-1714) y que más que una guerra por el trono español fue una auténtica guerra europea entre potencias por la hegemonía en el continente.


En una de las escaramuzas de la guerra, Inglaterra, siempre oportunista, con ayuda de Holanda, invadió el Peñón de Gibraltar (1704) del que tomó posesión en nombre del Archiduque Carlos y haciéndose fuerte en él. Posteriormente, en 1708, se adueñaron también de la isla de Menorca.


                                              Guerra de Sucesión Española


La guerra terminó con el Tratado de Utrech  cuando el Archiduque Carlos de Austria renunció al trono español al ser nombrado heredero de la corona austriaca al morir su hermano. En el tratado, las potencias reconocían como rey legítimo de España a Felipe de Anjou (Felipe V),con el que empezó a reinar en España la Casa de Borbón,  pero a costa de la liquidación de los restos del Imperio Español que pasaron a manos de otros países:

 

-Gibraltar y Menorca, para Inglaterra.  (Menorca fue recuperada posteriormente por los franceses y devuelta a España)

-El Milanesado, Nápoles y Cerdeña, para Austria.

-Sicilia, para Saboya.

-Colonia Sudamericana de Sacramento para Portugal.


En la actualidad, Gibraltar constituye la única colonia de un país europeo (Reino Unido) en territorio de otro país europeo (España).


Siempre me he preguntado...¿qué hubiera pasado si hubiese sido al revés, es decir, si hubiera sido España la que hubiese invadido un trozo de Gran Bretaña en 1705? ¿Seguiría siendo de España a estas alturas? Lo dudo mucho.