Y al llegarme hasta el sauce junto al
río,
aquel que cobijó nuestra locura,
me sentí como un niño abandonado,
como un campo vacío de trigales,
como un grito de luz en la penumbra.
Vencidas ya sus ramas por el peso
de infinitos inviernos sin su risa,
las dejaba jugar con la corriente
por si el agua pudiera con su magia
devolverles de nuevo la alegría.
Era tan desgarbada su silueta
y tal el desamparo en que se hallaba
que, en lugar de bandadas de gorriones
bregando por dormir entre sus hojas,
solo zarzas siniestras lo oprimían.
¡Cómo nos parecemos, viejo amigo!
¡Qué emparejados van nuestros
destinos!
Tú, vencido y cargado de despojos,
solo esperas la muerte junto al río.
Yo, cansado de tanto andar caminos,
he llegado a la vera de tu sombra
agobiado por miles de recuerdos
que no entienden de indultos ni de
olvidos.
Cualquier tarde de invierno, entre la
niebla,
partirán abrazadas y ateridas
nuestras almas en busca del consuelo
de la música eterna de su risa.