Llegaste
a mi vida desde el desamparo
de
un mundo sin alma que ataba tus manos,
venías
sonriendo, con miedo en los ojos,
buscando
el calor que abriera tus alas.
Creíste
que yo podría ser la llama
que
obrara el milagro de tu eterno vuelo,
pero
no sabías que el frío de mi alma
era
aún más frío que el gélido hielo.
Te
acogí a mi sombra sin un plan previsto,
sin
pena ni gloria, sin táctica alguna.
Pasaron
los días y no cambió nada,
tan
solo dejé de hablar con la Luna.
Pues
eran tus ojos los que me alumbraban
en
noches oscuras de lluvia, de viento
y
era tu belleza de diosa cercana
la
que me llenaba de gozo por dentro.
Celebré
el triunfo sin triunfar en nada,
por
el solo hecho de verte a mi lado.
Creí
que la vida me daba un abrazo,
que
era de justicia lo que fue un milagro.
Nadie
me engañó, me engañé yo solo,
porque
obvié tus ojos abiertos a un sueño,
porque
no besé tus labios rosados,
porque
nunca, nunca te dije “te quiero”…