Hubo un tiempo con magia
en que el mundo cabía en nuestro barrio
y todo el universo en nuestra risa.
Y era tal la inocencia,
que cualquier novedad era un asombro
y cualquier ocasión, una proeza.
Entonces la existencia
se llamaba ilusión
y, al igual que los ríos en primavera,
llegaba cada día tan crecida,
que anegaba las áridas riberas de la tarde
de juegos infinitos y de risas.
Eran risas por siempre a flor de boca,
manando a borbotones
ante un mínimo guiño de la vida.
Hubo un tiempo sin tiempo,
sólo un breve suspiro
pero, fue tan intenso,
que asentó para siempre los cimientos
del frágil edificio que habitamos después.
La infancia es una fábula,
un paisaje de ensueño sin tinieblas,
una gran aventura cada día.
La infancia es un tesoro
que enterramos un día bajo el lodo
de las falsas promesas de futuro
tras arrojar el mapa
al insaciable fuego del olvido.
La infancia es un regalo de la vida
que sólo valoramos al final del camino,
cuando ya divisamos el abismo.