sábado, 5 de septiembre de 2020

El beso-nube y la hiedra

 


La conoció un atardecer del final de un verano y se encendió su estrella. Durante un año pasearon de la mano por calles estrechas y por grandes avenidas. Rieron  bajo la lluvia y lloraron frente a la vida. Se abrazaron entre luces de neón y, una noche de luna llena, se atrevió a besarla. Ella no dijo nada y el beso se evaporó hasta hacerse nube . Luego, un nefasto día del siguiente verano, ella se marchó, así, de repente.

  Con la llegada del otoño, aquel beso-nube se transformó en lluvia y fue entonces cuando derramó sobre la tierra reseca, con toda la pasión retenida en su cuerpo de nube, la más fina y delicada lluvia jamás vertida por nube alguna. Con ella regó el corazón de todos aquellos enamorados que un mal día perdieron para siempre a quienes amaban.

Su  estrella entonces, que permanecía de nuevo apagada desde que ella se fue, volvió a brillar agradecida al encontrar un nuevo amor en otro atardecer, esta vez de una incipiente primavera

Y es que un amor vivido intensamente jamás se pierde del todo. En el aire de los días tristes y solitarios permanece su recuerdo en forma de aromas, de palabras, de sonrisas que nos llegan como a ráfagas para quedarse enredadas todas ellas cual hiedra trepadora entre el ramaje de nuestro dolor de ausencia. Y así, con el tiempo, terminan por tejer un manto verde alrededor de nuestro corazón. Un manto que florecerá cualquier primavera sin nosotros apenas notarlo. Y es entonces cuando, gracias a aquella inolvidable experiencia de un amor lejano, terminamos por encontrar otro amor que, sin ocupar nunca el lugar de aquel, llenará otra vez de ilusiones nuestra vida corriendo paralelo al antiguo cual riachuelo joven repleto de nuevas energías.

Es el prodigioso milagro del amor, que es tanto como decir el milagro de la vida.