No busqué la flor, la flor me encontró
una tibia tarde con nubes de agua
y pétalos granas de aromas confusos.
Me encontró desnudo, sin luz ni argumentos,
sin fuerzas, sin ganas, sin apenas
vida.
Volvía yo de un mundo de vasos y
coplas
con miel ya reseca por entre los
labios
y un cerril empeño en abrazar la luna.
Ella regresaba de romper cadenas,
libre cual curiosa y feliz mariposa
en busca de nuevos estambres en flor.
Sus ojos, de un color violeta como en
los ocasos,
miraban los míos desde la baranda
de un gran altozano colgado de abril.
Yo, pequeño y mudo por tanta
hermosura,
me quedé clavado en el lodo del
tiempo,
en el barro espeso de mi desconcierto,
en la nube negra de mi timidez.
Desde ese momento y a partir de
entonces,
comenzó a alejarse de mi soledad.
Ella no sabía –jamás se lo dije-
que ella fue el milagro que tanto
esperé:
eterna utopía hecha realidad.
Se quedó conmigo unos meses más
tal vez esperando también su milagro.
Pero no llegó.
A pesar de todo, se marchó despacio,
como disculpando su magia infinita.
Me quedó el fantasma de su pelo al
viento,
de sus ojos fijos en mi indefensión.
Su tiempo y el mío nunca coincidieron
y el posible amor se quedó en tesoro
de tosco latón
encerrado en cofres con musgos de
olvido.
Mas, yo no olvidé.
Fue un amor sin besos, sin alma, sin
tiempo.
Un amor sin fin.