Nunca conocí a nadie como ella. Reía a carcajadas mientras
lloraba por dentro. Incluso hacía reír a quienes rodeaban su tragedia. Mas,
ninguno se dio cuenta de nada, nadie se percató del sentido último de su risa
fingida. Nadie excepto yo. Me di cuenta enseguida, en una de aquellas primeras
tardes de octubre nubladas y aburridas. Esa tarde se reía de todo, de las cosas
más nimias. Y mientras se reía, miraba con angustia las feas telarañas de aquel antro sin alma. Pero yo ya sabía
–lo aprendí de una diosa imposible y lejana- que cuando alguien ríe de verdad,
mira siempre a los ojos de los otros, de los que ríen con él, nunca a las musarañas
y menos a las telarañas…Por eso me di cuenta.Y enseguida pensé: “Su alma está también prendida en telarañas de tristeza por las que seguramente desfilan legiones de gotitas del rocío con vocación de lágrimas…”
Unos meses más tarde -¿recuerdas?- me dijiste aquello tan
bonito de “tú me quitaste todas las telarañas de mis sucios rincones”.Pero las
arañas son laboriosas, no paran de tejer siniestros hilos. Por eso regresaron a
tu alma. Y esta vez fui yo, con mi adiós incomprensible y repentino, el que las
despertó de su plácido sueño. Y no tengo perdón, bien que lo sé. Pero tal vez
te sirva de consuelo saber que yo también terminé cayendo en una sucia red de
telaraña, más grande aún que la tuya, más siniestra: la dolorosa telaraña de tu
larga ausencia, de tu eterno olvido.