Y al final serán ellas, las estrellas,
los únicos testigos
de la definitiva partida de los hombres.
Al final serán ellas, sólo ellas,
las que, en las noches eternas del invierno estelar
y sólo por matar el tiempo que les sobra,
se comentarán las unas a las otras
que una vez existió
en un bello planeta azul-milagro
una especie tan extraña y dañina
que sus individuos creían ser los dueños
de todo lo existente.
Y reirán como locas
por nuestra pobre y ridícula arrogancia,
por nuestros torpes planes de futuro,
por nuestro inútil afán de querer ser eternos, inmortales,
en algún paraíso diseñado a medida
y vendido a la plebe a golpe de doctrina,
con ilusas promesas,
por cualquier esperado profeta iluminado.
Pero también serán ellas, las estrellas,
las que pierdan un poco de su brillo
de puro aburrimiento
cuando los hombres nos hayamos ido para siempre.
El universo entonces,
se quedará más solo que la una.
Se dormirá mecido por el eco
que dejaron por todos los rincones
nuestras voces de niños malcriados,
nuestros gritos de fieras sanguinarias
enfermas de poder y de riquezas,
nuestro llanto de ancianos caminantes
hacia ninguna parte.
Y luego, al despertar,
sabrá que despertó
de la más increíble y cruel pesadilla,
del más disparatado de los sueños...