-I-
Nos conocimos un Septiembre. Llegué al centro con veinte y pocos años y la
inseguridad de quien comienza su andadura como profesor de Instituto sin más
experiencia que la de la Universidad. Ella, por el contrario, era ya una mujer
de treinta años, experimentada en la profesión y en la vida, de serena belleza
y con un corazón inmenso. Enseguida me brindó su amistad y su apoyo, algo que
le agradecí enormemente.
El curso transcurría con toda normalidad, sin
apenas altibajos. Comenzamos a pasar cada día más tiempo juntos, hasta el punto
de que casi dejé de ir por casa los fines de semana por quedarme con ella. Me
contaba sus penas y yo la escuchaba. Al parecer, el curso anterior había tenido
un fracaso amoroso con uno de los compañeros y aún no lo había superado del
todo. Yo, que venía de algo parecido, la animaba y ella a su vez, me animaba a
mí. Y fue al llegar la primavera, con el curso ya avanzado, en una preciosa
noche de luna llena, que cambió la palabra por los gestos y las penas de amores
por una nueva ilusión. Se me echó al
cuello con toda la pasión que yo ya le presumía mientras me decía que me
quería, que se había enamorado de mí. Yo, la dejaba hacer.
A los pocos días, le comunicaban que habían
aceptado su petición de traslado a la costa, a seiscientos kms. de su pueblo.
Esa solicitud la había cursado durante el verano, antes de llegar yo y lo hizo
para huir de su fracaso amoroso. No podía renunciar al nuevo destino y por ello
la noticia le costó un disgusto.
El resto del curso se nos fue en un suspiro y, en el verano, nos amamos como dos posesos.
Ella, porque su corazón nació para amar apasionadamente, sin cortapisas. Y yo porque
mis veinte y pocos años estaban prácticamente desiertos de amor.
Tras el verano, marchó a su nuevo destino y comenzó entre ambos una abundante
correspondencia. Sus cartas me llegaban impregnadas de su inconfundible aroma
y, aunque solían ser extensas, a mi siempre se me hacían cortas. Su letra,
menuda y uniforme, ya me hablaba de ella. Comenzaba a leerlas sin prisas,
saboreando cada frase, cada palabra. Me decía que soportaba la soledad porque
sabía que tendría premio y que ese premio era yo. Me hablaba de sus mañanas en el aula, de sus
alumnos, a los que adoraba, de sus tardes en la playa, paseando junto al mar,
observando el tranquilo vaivén de las olas y pensando en mí. De la intensa luz
del Mediterráneo, de las gaviotas, del viento de levante, de las nubes...Y,
sobre todo, me hablaba de amor, de ese loco amor por mí que se había instalado
en su corazón y que no la dejaba pensar en otra cosa.
Sus cartas me llegaban casi a diario pero las
mías cada vez se distanciaban más. Ella me amaba sinceramente y yo, desde la
soberbia de mis veinte años, me dejaba querer.
Pasó el curso y llegó un nuevo verano. Vino con
las merecidas vacaciones. Traía flores en el pelo y los ojos del color del mar.
Su exultante alegría por estar por fin a mi lado, en lugar de contagiarme, empezaba
a resultar para mí un poco insistente, casi molesta. Yo seguía dejándome querer
pero ella ya me exigía algo más. Quería una lógica correspondencia a todo ese
amor que tan generosamente se dejaba en mí.
El verano resultó algo tormentoso en nuestra
relación y, al llegar el nuevo curso, nuestro amor estaba ya herido de muerte,
al menos en lo que a mí se refería. La ruptura fue inevitable y me alejé de
ella casi sin despedirme. Ella marchó a su destino en la costa y a mí me
trasladaron ese curso al norte, muy lejos de donde ella estaba.
Las más de cien cartas que me había escrito, las
até con una cinta roja y las guardé en el cajón de una mesa en el desván. No me
decidía a destruirlas...
-II-
Pasaron los años y no volví a saber más de ella. Me enamoré de otra mujer -o al
menos eso es lo que yo creí- y me casé.
Tuvimos dos hijos y mi vida transcurría relativamente tranquila, aunque
rutinaria e insulsa.
Al morir mis padres, como hijo único que soy, heredé la casa del pueblo. Me
trasladé solo desde mi destino para realizar algunos trámites al respecto y
para saber qué había de aprovechable en la casa. Subí al desván y rebuscando
entre los trastos viejos di con el paquete de cartas depositados en aquel cajón
veinticinco años atrás.
No había vuelto a acordarme para nada de la
existencia de aquellas cartas. Estaban amarillentas por el tiempo y, al
cogerlas, volvieron de golpe los recuerdos de aquella época. Desaté la cinta,
cogí una al azar y comencé a leer...
Sin saber por qué, se me antojaba que las leía
por primera vez. Aquellas cartas me hablaban de amor, de un amor intenso que
hacía mucho tiempo que yo ya no sentía. De una forma de amar que había
olvidado por completo. Me decía que me amaba con toda su alma, que nunca sería
feliz sin mí. Que si un día la dejaba, capaz sería de cometer una locura...
Pasaron las horas sin darme cuenta. Leí, una tras otra, la mayor parte de las
cartas y cuando de nuevo tuve conciencia de donde estaba, ya se había hecho
noche cerrada. Mis ojos estaban húmedos y en mi mente una sola idea, volver a
saber de ella.
Volví a casa llevándome conmigo sus cartas que guardé en un lugar seguro como
si de un tesoro se tratara. Busque esa misma noche entre mis viejos papeles y
encontré su número de teléfono junto al de todos los compañeros que en aquella
época formábamos el claustro de profesores de aquel centro, pero no me atreví a
llamarla. Sin embargo, a medida que pasaban los día, el deseo de llamarla se
iba haciendo cada vez más intenso. Necesitaba saber qué había sido de su vida
pero, por otro lado, había pasado demasiado tiempo y tenía miedo de encontrarme
con su duro y lógico rechazo. Hasta que un día, armándome de valor, cogí el
teléfono y marqué el número. Del otro lado del hilo, una voz femenina me
decía: "El número de teléfono al que usted llama ya no existe".
Era natural, al cabo de tantos años lo raro es
que conservara el mismo teléfono o el mismo domicilio. A saber donde viviría
ahora.
Pero no me di por vencido. En la misma lista de teléfonos aparecía el de un
amigo común que tuvo una muy buena relación con los dos por aquellos años. Tal
vez él tuviera alguna noticia. Me decidí a llamarlo con la esperanza de que
siguiera viviendo por la zona y de que él sí conservara el mismo número de
teléfono de entonces.
Marqué los nueve dígitos y en seguida alguien
descolgó el auricular:
-¿Sí? ¿Quién es? -era una voz alegre, de niña.
-Hola...¿Vive ahí Fernando Méndez.? Soy un amigo
y quisiera hablar con él.
-Sí, es mi papá, ahora se pone....
Aquello me pareció casi un milagro, el bueno de Fernando seguía en el mismo
sitio, pegado a su terruño.
-Sí, diga.
-Hola Fernando, soy Javier Segura, ¿te acuerdas
de mí?
-¡Hombre Javier, claro que me acuerdo! ¿Cómo
estás?
-Muy bien, gracias. Y a ti, ¿cómo te va?
-Bien, bien, luchando por la vida.
-Me alegro. Mira te llamo, aparte de para
saludarte, para ver si tú sabes algo de Marta Salgado, aquella amiga nuestra de
entonces, de los años locos...jejejeje. Yo es que no he vuelto a saber nada de
ella desde entonces...
- (Silencio)
-¿Sí? ¿Sigues ahí?
-Sí, aquí sigo -y su voz sonaba ahora distinta,
se había vuelto más dura, menos amable.
-Te decía si sabes algo de Marta...
-Creía que tú lo sabías. No se me ocurrió
llamarte porque como tú estabas más unido a ella que yo...
-Que yo sabía el qué. No, nos separamos y no
volví a saber nada de ella....
-Nuestra amiga Marta murió en octubre de 19...,
en un accidente de automóvil. Se salió en una curva y cayó por un precipicio cuando
volvía hacia la costa tras pasar en el pueblo un fin de semana...
No pude seguir escuchando. El teléfono se me
cayó de las manos y me senté sin fuerzas en el sillón más próximo. Resulta que
Marta había muerto al mes de separarnos y en un accidente de coche, ella que
era la persona más prudente del mundo conduciendo. Y yo sin saber nada, sin preocuparme
para nada de ella en todos estos años. La sensación de culpa empezó a hacer
mella en mí. Comencé a imaginar que ese accidente no había sido tal y que tal
vez yo tuviera algo que ver con ello. La culpa me corroía por dentro y los
recuerdos se agolpaban en mi memoria. Volvía a mí su sonrisa franca, su
imagen luminosa, su alegría. Me dolían sus besos, sus caricias. Y esa noche
terminé llorando como un niño.
A partir de ese día, mi vida ha dado un giro de ciento ochenta grados. Me he
vuelto huraño e irascible, un búho solitario que no soporta a nadie a mi
alrededor, ni siquiera a mis hijos. Me paso el día leyendo sus cartas y, por
las noches, salgo a pasear a deshoras pensando en ella. Apenas duermo ni como y
mi mujer ya no me reconoce.
La vida es justiciera. Después de tantos años, ella ha vuelto para vengarse.
Diciembre-2013