Estábamos tan solos,
tan faltos de calor,
que una gélida tarde decidimos
–cada uno por su lado-
ir en busca de soles amarillos
por el cielo irreal de las palabras.
Y entre nubes de versos se encontraron
los tuyos y los míos.
Y cual fino aguijón,
tus palabras de azúcar
punzaron las paredes de mis venas
y penetraron en el lento fluir de mi sangre ya espesa.
Y, como suave lluvia de noviembre,
empaparon mi reseca y escuálida ilusión
logrando que brotaran algunos brotes verdes,
recuerdos de olvidadas, lejanas
primaveras.
Lograste derruir con versos de cristal
las maltrechas defensas de mi mundo,
casi ruinoso ya,
tras una de las últimas batallas por la vida.
Mas después,
sin razón aparente,
otra tarde de final del verano,
te llevaste contigo la poesía.
Y todos los poemas,
los tuyos y los míos,
se perdieron
entre la confusión y el desconcierto
del cambio de estación.
Y me quedé con ganas de saber
de qué color sería tu amor en el otoño.
Y solo me dejaste,
danzando entre las hojas viajeras a la nada,
la dulzura infinita de tus versos de miel,
el penetrante aroma de tu tenaz recuerdo
y el profundo silencio de mis noches sin ti.