jueves, 22 de septiembre de 2016

Aquella tarde al pairo de sus ojos


Era la tarde bálsamo propicio
para el alma enclaustrada
en una piel ávida de otras manos.
El aire de septiembre se filtraba
por mis poros abiertos a la vida.
A la imaginación le crecían alas
para volar hasta los altozanos,
vecinos permanentes de lo azul.

Todo me olía a nuevo calle abajo
y el destino jugaba al escondite
detrás de cada esquina
con mis tercos anhelos, tan frágiles, tan niños;
con mis deseos ocultos de mancillar la tarde
a fuerza de ansiedad.
Todo era en mí un gritar desgarrado y profundo
que oía sólo yo.

La plaza hervía de vida y juventud.
Entre bromas y voces, estallaban las risas
de las locas muchachas que pasaban
sin apenas mirarme, como siempre,
como era habitual
incluso con mis veinte y pocos años.
Y las llamaba a gritos,
desde el fondo revuelto y magullado
por años de doctrina y soledad
de mi alma sedienta.

Y, de repente, ellas.
Venían con las mejillas encarnadas
cual náyades traviesas
volando entre paisajes ideales
inventados por mi imaginación calenturienta
de rapsoda perverso.
Me traían la brisa de los dulces veranos
allá entre los olivos de nuestra adolescencia.

Me hablaron de los tiempos en que el mundo
era un limpio remanso
donde flotaba aún cual nenúfar rosado
nuestra bella amistad.
Eran amigas fieles de juegos infantiles.
De tardes de paseo en pandilla
junto al río revuelto y juguetón
de los catorce años.

Pero no venían solas.
Por detrás de sus labios abiertos al recuerdo,
descubrí una sonrisa angelical.
Era de una belleza tan franca y oportuna,
que me quedé colgado del brillo de sus ojos
y ya no escuché más.
Se llamaba milagro, providencia, regalo…
¿su nombre? ¡Qué más da!
Llevaba tanto tiempo esperando esa mirada,
que nada me importaba, sólo ella,
su grandiosa presencia
revistiendo la tarde de trigales dorados
del color de su pelo,
de atardeceres ámbar
del color de sus ojos,
con túnicas de seda
del color de su piel.

Sin medida la amé cuanto sabía de amores,
con mi forma de amar de rapsoda sin mundo
y ella, sin perder para nada la sonrisa,
se dejaba querer.
Lo nuestro duró un año, un suspiro en el tiempo.
Una tarde de estío, se marchó
en busca de otras manos más cálidas, más vivas que las mías…
No supe retenerla.
Cuando llegó septiembre, otro septiembre,
volví a bajar las calles con el alma encogida.
La busqué sin descanso por todos los rincones,
en todas las miradas,
en cada atardecer cárdeno y malva.
La llamé con mi voz rota de frío
de mil noches en vela,
con la luz de esperanza de cada amanecer,
con cada luna llena,
con cada lluvia amiga, compañera de versos doloridos
buscando su recuerdo…
pero todo fue inútil.

Llegaron otros días, incluso otros amores.
Pero jamás conseguí desterrar
de mi triste memoria
la dulzura infantil de su eterna sonrisa
ni aquella tarde mágica que me llevó en volandas
por mares procelosos,
sin brújula, sin norte,
sin rumbo definido
al pairo de sus ojos.