domingo, 7 de julio de 2013

Instantánea


                                                               A Lyliam, con cariño.



"Quizás los ojos se me oscurecieron por la tristeza", me dijiste.



Estás mirando a cámara, no hay duda,
pero sorprende
esa sombra de cansancio y hastío
en la mirada.

Tu pelo negro brilla
con un brillo apagado
bajo una luz difusa que presiente
la llegada inminente
de un triste atardecer adelantado.

Tiemblan, sin apenas abrirse,
los labios,
silenciosos,
como fríos de besos...
¡tan pálidos!

Una mano apoyada
sobre un mantel monótono,
como un níveo lago de montaña
sobre el que naufragaran
cien rosas desmayadas, casi inertes.
Los dedos, escondidos,
como apuñando, para que no se escape,
el último vestigio de niñez
que aún conservas.

La otra,
colgando a tu costado,
escondida
tras esa otra mano descarada, atrevida,
invasora de tu espacio vital
(¿tal vez premonición?)

Pero son esos ojos,
tus ojos,
los que más cosas cuentan
de este momento único,
tan fugaz y, a la vez,
casi eterno.

Ojos oscurecidos por la duda,
por la pena tal vez
al presentir la negra oscuridad
de un futuro sin risas...

¡Son tan claros ahora!
Y es que al final, la vida
-a veces justiciera-
te devolvió diluida en dos lagos azules
aquella montañita  de sueños en almíbar
que entonces te robaron
y luego congelaron
tras la luz cegadora de un frío flash
en una sorprendente
y aséptica instantánea.