Lo veo cada mañana
arrastrando los pies por la avenida,
parando en cada banco,
mirando para atrás mientras toma resuello
como llamando al orden
a todos sus recuerdos.
Inseguras y torpes,
sus piernas ya no avanzan como antes,
apenas las levanta ya del suelo,
con trabajo lo llevan
a buscar un rincón soleado este invierno.
Sus ojos ya no miran para ver,
si acaso solo miran por mirar
como pasa la vida por delante
de su gastado cuerpo.
Sus días se suceden como árboles
al lado del camino
desde un tren desbocado.
Monótonos, iguales,
sin un mínimo brillo desde el alba
hasta el oscuro ocaso.
Hace poco, me paré junto a él.
Hablamos de la vida,
del frío, del calor,
de sus sueños lejanos,
de dolencias y achaques,
de la vil soledad...
en fin, de todo un poco.
Al irme, me sonrió.
Y nunca vi sonrisa
más cálida y sincera.
Una mañana fría del último diciembre,
eché a faltar al viejo.
Una ligera brisa desprendía
de los dormidos árboles del parque
las hojas amarillas más tardías.
Brisa que a mi se me antojó lamento
cuando se hizo viento
que enredó su pesar entre las ramas.
Y el viejo ya no vino.
Ni ese día ni el siguiente.
El viento ya sabía
que nunca iba a volver
a buscar su caricia en el verano,
a rehuir su furia en el invierno.
El viento lo sabía.
Se fue a buscar la paz donde los días
dejaran de pasar ante sus ojos
como árboles al lado de la vía.