En
junio, los cerezos están en plena madurez. Orean sus hojas, de un verde
intenso, con la suave brisa del amanecer y alargan sus ramas hasta el infinito
tratando de alcanzar los primeros rayos de un sol aún niño. En esa hora primera,
todo el valle es un aquelarre de verdes fantasmas de esqueléticos brazos que pugnan por la vida. Y,
entre ese verdor tupido e intenso, colgadas de finos peciolos inquietos, como
columpiándose cual niñas traviesas, asoman sus caritas rojas de doncellas
tímidas, ellas, las cerezas.
En
pequeños grupos o solas, rompen con su grito grana y bermellón, con su redondez
de jóvenes frutas traviesas, la monotonía del salvaje verdor de las copas.
Desde lo alto de las sierras que abrigan el valle, el espectáculo está
garantizado. Cientos de cerezos de verdes melenas salpicadas de motitas rojas
cual rubíes de fuego, cubren las laderas para asombro y gozo de los visitantes.
Al
fondo, deslizándose a lo largo del valle cual plácido ofidio de camisa azul, el
Jerte sonríe satisfecho lanzando reflejos de estelares brillos a los cuatro
vientos. Como cualquier padre, se siente orgulloso y un tanto abrumado por
tanta belleza.
Al
menos, una vez al año, regreso a este valle a disfrutar de su belleza, pero
también en busca de un sueño antiguo.
(Te fuiste una tarde como esta de junio de
este valle nuestro. Yo vuelvo a su abrigo cada primavera: Te sigo buscando
entre los cerezos”)