Ese
lucero inquieto y encendido
no
para de mirarme fijamente
con su
único ojo de cristal.
Allá
está suspendido sobre el viejo,
sucio
y destartalado campanario
de la
muy sacrosanta catedral.
No
para de mirarme mientras baila
la
danza más absurda y persistente
que
haya visto jamás.
Es
como un ojo abierto en la espesura
de un
cielo negro de absorber toxinas
desde
hace un siglo ya.
Es el
ojo del dios atormentado
que
adoraban los celtas en las noches
de
estío con plenilunio.
Ha
vuelto para atar nuestras locuras
a los
troncos sagrados de los robles,
símbolos
de pureza y de razón.
Pero,
¡es tan tarde ya para temores
ante
fuerzas divinas y ancestrales!
¡Hemos crecido tanto en impiedad!
¡Hemos
asesinado tantas veces
al
dios particular de cada uno
con nuestra
incontenible vanidad!
Y sé
que volveremos a matarlo
las
veces que haga falta
con
tal de apoderarnos de su altar.
Y es
que aunque nos creamos semidioses,
sólo
somos humanos, pobres sabios,
engreídos
y enfermos de maldad.
Seres
libres decimos sin sonrojo
mientras
nos amarramos a lo absurdo
traicionando
la propia voluntad.
Y al
fin nos erigimos entre vítores
en
nuestros propios dioses
por
toda una fugaz eternidad.
Mientras,
ella, nuestra madre La Tierra,
sonríe
resignada ante tanta soberbia
esperando
paciente nuestra vuelta
a la simple
y feliz normalidad.
No acertamos a ver y a comprender,
que si
hay alguien que ha vencido a la muerte,
es
ella, la eterna y bella Gaia,
la
madre Tierra que un día nos matará.
(De "Gaia")