sábado, 16 de noviembre de 2024

Que se detenga el tiempo

                              



                               LXIII

Que se detenga el tiempo que no quiero

seguir la senda oscura y lacerante

de esta perversa noche donde errante

camino tras su sombra prisionero.


Que se detenga el tiempo que yo muero

por ver esa dulzura en su semblante,

por ver sus ojos verdes, su radiante

sonrisa entre la niebla del sendero.


Sin ella, no me queda ya argumento

para vivir. Tan dura penitencia

me produce dolor y sufrimiento.


¡No quiero ya seguir sin su presencia!

Porque vivir así es un tormento

y más que vida es muerte mi existencia.

martes, 5 de noviembre de 2024

El pastorcillo

 


Nació en agosto de 1921, en un pequeño pueblo del norte de Extremadura. Tenía tres años cuando unas fiebres tifoideas se llevaron a la tumba a su padre, aún joven, y esa misma enfermedad terminó también con su madre tres meses después..

 

Al quedarse huérfano, fue adoptado por un tío suyo, hermano de su madre, que acababa de contraer matrimonio. Al cumplir los nueve años, su tío lo empleó como pastor para cuidar de las cabras del amo de la huerta donde vivía la familia como arrendataria. Cada mañana salía al campo con un pequeño rebaño de unas quince cabras llevando una taleguilla con un mendrugo de pan , un trozo de queso, media morcilla patatera y una manzana. Y, oculto en el interior de su blusa remendada, llevaba escondido su más preciado tesoro, una cartilla de primera lectura de las que se utilizaban en las escuelas de entonces para que aprendieran a leer los niños cuyos padres podían permitirse el lujo de escolarizarlos. La cartilla se la compró su tío, hombre de campo pero de ideas progresistas y amante de la cultura, al saber de su interés por aprender a leer. Y así, mientras las cabras pastaban, él se sentaba a la sombra de una encina, abría su cartilla y, en voz alta, iba pronunciando letras y sílabas, una por una, sin dejarse atrás ninguna. Las cabras más cercanas levantaban sus cabezas y lo miraban ensimismadas sin comprender del todo el porqué de aquel soliloquio cadencioso. Él nunca desfallecía, nunca se rendía. Cuando dudaba con alguna letra, buscaba a otros pastores y preguntaba. Algunos, los pocos que conocían las letras, le ayudaban. Los demás, la mayoría, se reían de él y les decían que las letras no eran la comida más adecuada para las cabras.

 

Unos meses antes de cumplir los diez años, hubo cambios en el pueblo. Todos hablaban de alguien que había llegado para cambiar la vida de los pobres, alguien que tenía nombre de mujer, la República. Y, en efecto, a los pocos meses, le dieron a su tío unas tierras en préstamo para que las trabajara. De esta forma, la familia dejó el arrendamiento de la huerta y nuestro pastorcillo dejó las cabras del amo para irse con su tío a trabajar las tierras que  la República les había prestado. Fueron los siguientes unos

años de prosperidad familiar, con días felices y noches memorables con toda la familia reunida alrededor del fuego. Nunca hasta entonces había visto a sus tíos tan felices, disfrutando del trabajo y de sus hijos que habían ido llegando para alegrar sus vidas.

 

Para entonces, nuestro pastor ya sabía leer en cualquier libro y también escribir. A los quince años, escribió su primer poema en el cartón de un librito de papel de fumar. Era un poema de amor, dedicado a la chica de sus sueños. Pero su primer poema coincidió en el tiempo con el comienzo de uno de los episodios más dolorosos de la historia moderna de este país, el golpe militar de 1936 y el comienzo de la Guerra Civil.

 

En la madrugada del 26 de agosto de ese mismo año, un grupo de vecinos del mismo pueblo ataviados con uniformes azules llamaron a la puerta de la vivienda familiar y se llevaron a su tío. Nunca más volvieron a verlo. Dejaba viuda y cuatro hijos, tres hembras y un varón, más nuestro pastorcillo que era considerado un hijo más.

 

A partir de entonces, el hambre asoló a la familia y el pastorcillo, ya casi un hombre, se echó sobre sus hombros la responsabilidad de sacar adelante a esta familia que tan generosamente lo acogió de niño.. Así, en 1941, en plena hambruna de posguerra, decidió emigrar la familia al pueblo vecino, más grande y próspero, en busca de un trabajo que les permitiera al menos subsistir. Se instalaron pues en el nuevo pueblo y allí comenzaron una nueva vida no sin pasar por unos primeros años llenos de dificultades por la falta de trabajo y, sobre todo, por ser tratados en más de una ocasión como vecinos de segunda categoría. Aún así, consiguieron salir adelante.

 

Años más tarde se casó con una joven  de su mismo pueblo que ,como él, había venido con su familia a buscarse la vida. Al nacer su primer hijo, se prometió a sí mismo luchar hasta agotar sus fuerzas para darle estudios y conseguir así que tuviera una vida mucho mejor que la que él había tenido.

 

La historia de este niño-pastor es una de esas historias desconocidas pero no por ello menos ejemplares que otras que sí conocemos hasta la saciedad. Desde mi punto de vista es la historia de un héroe anónimo que pasó por la vida sin que se le

reconocieran sus enormes méritos como persona como fueron la entrega y el sacrificio por los que amó y ese constante afán de superación con los más elementales medios. ¿Acaso no es una hazaña hacerse cargo de una familia con dieciséis años y en las peores condiciones económicas, políticas y sociales sacarla adelante?

 

Murió muchos años después convencido de que la vida aprieta pero no ahoga si se tiene la voluntad de luchar por sobrevivir a toda costa.

 

Esta historia está dedicada a todos los héroes anónimos que, como nuestro pastorcillo, han nacido en esta sufrida tierra llamada Extremadura. Está basada en hechos reales. A mí me la contó el propio pastorcillo, casi un anciano ya, mientras me calentaba al fuego sentado en sus rodillas en una de las frías tardes de un invierno cualquiera de mi infancia.

 

                                                                                              

martes, 15 de octubre de 2024

Un café solo

 

Pausa y café
en mesa baja
de frío mármol
–como la tarde-
mirando al mundo
tras los cristales
sucios y opacos
del viejo bar. 
 
Momento dulce 
para mirarme,
para perderme 
entre las ruinas 
de mis derrumbes. 
Para encontrarme 
conmigo mismo,
viajero esquivo
que va sin rumbo
por los senderos
de un laberinto
con altos muros
de realidad. 
 
Tregua ocurrente, 
para lavarme 
la ropa sucia 
tras la batalla 
por la decencia. 
Para cubrirme 
mis paradojas
–viejas heridas
de la razón- 
con tibias gasas 
de dignidad. 
 
Pausa precisa, 
para ser, sólo 
por diez minutos, 
pieza que encaje 
en el engranaje 
de este artificio
de sociedad. 
Para engrasar 
la noble rueda 
de mis propósitos, 
esa que oxidan 
día tras día 
las humedades 
de este sistema 
frío, parcial. 
 
Un café solo 
para curarme 
los arañazos 
de ese felino 
sediento y ávido, 
de ese salvaje
 libre mercado 
 neoliberal. 
 
Un café solo
a solas conmigo. 
Luego, a la calle, 
a ser de nuevo 
sólo carnaza
para esa fiera
que nos enjaula
tras los barrotes
de “su” verdad.
A ser de nuevo
sólo un juguete
de este sistema
ciego y enfermo 
cruel y voraz.