Por entonces, las tardes eran silenciosas gaviotas suspendidas en vuelo sobre los arrecifes. Amarraban sus horas a nuestras emociones y nos dejaban libres del tormento del tiempo.
Subíamos cada tarde hasta el faro que corona el Monte de Poniente y allí, sentados al abrigo de su cilíndrico cuerpo de piedra y cal, muy juntos nuestros cuerpos, contemplábamos extasiados los últimos atardeceres de aquel verano. Sin mencionarlo una sola vez, éramos conscientes de que el final se acercaba inexorablemente. Cada día era más corto que el anterior, más fugaz y decadente a pesar de nuestras muestras de cariño.
Y
el final, como estaba previsto, llegó. Septiembre nos separó definitivamente.
Él marchó con su familia a su ciudad del sur de Francia y yo me quedé muda e
inmóvil en mi pequeño pueblo costero.
En
los días sucesivos a su marcha, seguí subiendo hasta el faro pero ya nada era
igual. Mi caminar era el de una autómata cansada y los atardeceres ya no tenían
el brillo y la prestancia de aquellos otros atardeceres de agosto. Sólo eran
vulgares caídas de telón de final de una obra insulsa y sin gracia. Hasta las
gaviotas se tornaron ruidosas y agresivas.
Solamente el faro mantenía su elegancia, impertérrito y enhiesto frente al horizonte. En cada atardecer, cuando encendía su ojo de cristal, lo movía lentamente hasta encontrar mi rostro para besar suavemente mis húmedas mejillas desoladas.
Una de las tardes de finales de septiembre, al llegar al faro, me pareció que algo había cambiado. No supe, en principio, saber qué. Pero tuve la extraña sensación de que todo era distinto a los días anteriores. El brillo del mar era más intenso. Las voces de los turistas, más cantarinas y agradables a mis oídos. Los gritos de las gaviotas, más soportables. Y las caricias de la luz del faro, más acogedoras. Un velero cruzaba la bahía lentamente y en mi se despertó el deseo infinito de formar parte de su tripulación, de ser uno de sus pasajeros. De sobrevolar el azul y llegar hasta su cubierta. De conocer a sus tripulantes y hasta de charlar con ellos de las cosas de la vida. En definitiva, de hacer nuevas amistades.
Esa tarde, al bajar hacia el pueblo, comencé a sonreír a todos los que se cruzaban conmigo. Esa tarde entendí el significado de aquella frase mítica que leí una vez siendo adolescente: “Si lloras porque no puedes ver el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas”. Esa tarde entendí que la vida sigue y que los momentos felices no pueden ser eternos. Que son solo eso, momentos que hay que ir guardando en el saco de la memoria para cuando la soledad aprieta y nos ahoga.
Esa
tarde supe que el amor volvía a rondarme, que estaba a punto de encontrarlo de
nuevo y sonreí. Esa tarde me hice mujer definitivamente.
Preciosa y sentida historia, amigo Joaquín.
ResponderEliminarDe un sentimiento y delicadeza, y del buen entender humano de ella, admirable.
Hay palabras, escenas, de gran belleza natural.
Abrazos.
Una bonita historia que destila sabiduría emocional.
ResponderEliminarLos primeros amores son inolvidables.
Pasará el tiempo, pasarán otros amores, maduraremos... sí... pero aquella sensación del primer amor no se olvida jamás.
Saludos.
Es una imagen preciosa, siempre me han gustado los atardeceres y al pie del mar suelen ser aún más hermosos.
ResponderEliminarTenemos la costumbre de llorar por las ausencias en vez de agradecer los buenos momentos compartidos y el sentimiento profundo que nos han dejado. Por suerte, la protagonista se da cuenta de que otros momentos hermosos pueden surgir poniendo empeño en estimularlos, en vez de aferrarse a esa cajita con el rótulo de "pasado".
Un abrazo
De lo idílico a lo inaguantable. Así es. La mente se ajusta al sentimiento y las gaviotas gritan agresivas.
ResponderEliminarQuien se queda lo pasa peor. Siempre.
Me gusta el relato porque tiene sus metáforas (o será cosa mía, que cada vez que aparece un faro, pues eso. Sonrío).
La protagonista no se quedó enganchada a la añoranza. Bien por ella.
Abrazo, Joaquín.
Muy linda historia y con gran esperanza en sus letras.
ResponderEliminarMe encantó el relato del paisaje tan real que me hizo estar allí. Felicitaciones.
Saludso.
tiempos y nostalgias aparecen en tu relato
ResponderEliminarel mar como telón y ese vaivén de los recuerdos
abracitos y buena semana :)
Hay cosas que se te quedan grabadas para siempre. Disfrutar el momento porque el cerebro siempre se guarda lo bueno.
ResponderEliminarMe gusta mucho como describes lo que quieres que sintamos, con esas metáforas tan elegantes.
Un fuerte abrazo Joaquín :)
El amor vivido, aunque fugaz, deja recuerdos imborrables que nos regalan felicidad. Gratificante historia, Joaquín.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola amigo. Que historia más bonita, como bonitos eran esos amores de verano donde todo era felicidad y ganas de ver a la persona que te gustaba aunque fuera de lejos. He recordado la canción del Duo Dinámico... El final del verano.
ResponderEliminarMe ha encantado y te quedan preciosos estos relatos. Ya te he leído alguno aunque no haya comentado.
He estado retirada del blog, y cuanto más tardo en entrar más pereza me da.
Te dejo un gran abrazo y para tu señora también. Os recuerdo con cariño.
Preciosa historia, mi querido JOAQUIN , todo tiene su tiempo y su momento, mientras somos felices y disfrutamos, saber ser conscientes de ello ( siempre nos damos cuenta cuando ya pasó ; ) y no dejar q transcurran eso instantes maravillosos sin enterarnos, luego, cuando terminan ,saber aceptarlo - lo más digivil- peleándonos lo justo y tras un tiempo de duelo , porque la pena y la tristeza tb tienen q tener su espacio , volver a la vida sabiendo q ella nos espera siempre, para seguir ofreciéndonos nuevos amaneceres y preciosos atardeceres al lado del faro viendo planear gaviotas como tú nos has contado taaaan bonito , así q mil gracias, un abrazo muy muy fuerte y ...feliz atardecer ; )
ResponderEliminarSiempre hay momentos vividos que anidan en nuestro corazón...Un gusto leerte Joaquin.
ResponderEliminarUn cálido abrazo.
Un poema que va más allá de los sentimientos, para dar paso a la reflexión y replantear ka existencia. U abrazo. Carlos
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