
Nunca es tarde para delinquir,
para robar(te) a trozos los fracasos
que fuiste acumulando
mientras dormías plácidamente
delante de las bocas de aquel dragón
antiguo
de múltiples cabezas
que (sólo a ti) te parecía de piedra.
Y con cada rugido de sus fauces,
con cada llamarada,
se impregnaba la noche de un humo tan
espeso
que
hacían invisibles los caminos
ajenos a su reino de dragones.
Y
te hacían caminar sin sospecharlo
por su errado sendero
mientras, a un lado y al otro de la ruta,
florecía la jocosa primavera.
Nunca es tarde para comprender que,
desde el mismo día en que llegamos a
este mundo,
hay alguien (siempre hay alguien)
que nos lleva las riendas,
que nos coloca vendas en los ojos
y nos obliga a caminar por la senda
trazada de antemano
para impedirnos pensar en lo que somos
y en lo que podríamos llegar a ser.
Mas, las normas impuestas a medida
por aquellos dragones que mirabas
en cada despertar de tus orígenes
creyendo que eran sólo estatuas de
piedra,
te marcaron la ruta a su medida.
Empezar a despejar la niebla,
a desgranar negruras,
es comenzar a saber más de ti.
Que, si bien te conoces,
si logras aprenderte de memoria
el intrincado mapa de tu alma,
verás como la niebla se disipa,
cómo va levantando la mañana.
Cómo comenzará a fluir serenamente
por praderas de saúcos y lirios
amarillos,
el caudaloso y fértil río de la vida.
De tu vida.